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Se estrena la película rumana que ganó el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes 2016.

En el año 2004 comenzó la corriente cinematográfica que se llamó “Nueva ola rumana”, gracias a un cortometraje de esa nacionalidad que ganó la Palma de Oro en Cannes. El término engloba muchas películas importantes que a partir de ese momento aparecieron en el país, donde los nuevos realizadores se dedicaron a explorar los temas locales. Tanto el final del régimen de Nicolás Ceaușescu como la transición del socialismo al libre mercado y la democracia son temas retratados con precisión, ironía y humor negro, abriendo una brecha nueva en la estética audiovisual europea. Son películas con un estilo muchas veces realista y minimalista, muy eficaces a la hora de poner en evidencia las contradicciones subyacentes a los procesos políticos y su influencia en los vínculos humanos.

La nueva película de Cristian Mungiu se ubica en esa tradición para profundizar en la actualidad de la generación que volvió esperanzada a Rumania tras la caída del muro de Berlín y se encuentra ahora, a pesar de la democracia, en una sociedad sin salida. El personaje principal es un médico de unos cincuenta años cuya mayor aspiración es que su hija consiga una beca universitaria en Inglaterra para poder irse del país.

En el plano inicial una pedrada rompe el vidrio y entra por la ventana de la casa. Esa alteración del orden funciona como metáfora de esa familia donde el plan de emancipación diseñado para la más joven –un deseo casi desesperado por parte de su padre- se pone en jaque cuando la muchacha es atacada por un violador en la puerta de la escuela secundaria. La violencia del hecho le impedirá seguir con normalidad sus exámenes, en los que necesita una nota altísima para concretar la posibilidad de estudiar en Cambridge. El padre entrará entonces en una larga cadena de favores para intentar conseguir como sea que su hija concrete un sueño que es más genuinamente suyo que de ella. Comienza a asomar una inmoralidad nueva en el personaje, que pone en evidencia el estado general de las relaciones de poder en una sociedad signada por la burocracia y el favoritismo.

El tono de las actuaciones tiene una mesura muy interesante, que hace que los conflictos se tornen verdaderamente asfixiantes. Muchas veces comprendemos las sensaciones de los personajes a través de la atmósfera fotográfica, dada por encuadres llenos de intención y un trabajo con sepias y grises que afirma la calidad dramática de la película sin nunca subrayarla demasiado. Tal vez el secreto para transmitir esa inmensa pesadez al espectador sea evitar cualquier desborde: ni en el diseño de sonido, ni en el guión, ni en las expresiones de esos rostros mortecinos de trabajadores pseudo burgueses. La oscuridad y el aburrimiento generales no son una excepción, sino la realidad cotidiana como prisión en la que el debate moral parece tornarse una excentricidad. De todos modos, la voluntad de crítica social no interfiere con el ritmo de la película, que se apoya en una apuesta muy sólida por la intriga narrativa. Un cine que funciona como ventana a un mundo del que sabemos poco, pero con el que es posible encontrar puntos de encuentro e identificación sorprendentes.

 

Estreno en Buenos Aires: 11 de mayo.